viernes, 4 de junio de 2010

LEJOS DE LAS MONTAÑAS DE MANUELITO

Doña Luz iba como siempre en un bus viejo que tomaba en el centro de Quito camino a su trabajo, era empleada en una fábrica de plásticos hacía varios años y cumplía su rutina enfocada en un sueño; el más grande su vida.
Señora Rosarito ¿como está? le dijo a su vecina mientras se sentó junto a ella, bien Doña Luz muchas gracias ¿Y usted?
Doña Luz: Aquí nomás yendo para el trabajo ya sabe que hay que llegar temprano sino hay problemas con los jefes.
Señora Rosarito: Si pues ahora no hay como arriesgar nada en los trabajitos Doña Luz, es mejor llegar puntuales o buscan motivos para votar a viejas como nosotras.
Doña Luz: Así es que más nos toca, yo por eso tengo claro algo y trabajo sólo por mandarle al Manuelito a Grande Norte, ahí me han dicho que está el desarrollo, imagínese allá hay todo y bastante trabajo, mi hijito ya no va a tener que sufrir como nosotros, todo será más fácil y así moriré tranquila, sabiendo que mi hijo está feliz por allá y con un buen futuro.
Sra. Rosario, ¿De verdad cree que por allá es así?
Doña Luz: Claro, yo veo la tele, ese país es grande y hay mucho dinero, será lo mejor para él.
Manuelito tenía ocho años, era feliz en su escuela y tenía muchos amigos, se dio a conocer entre todos ellos porque adoraba hablar, nunca paraba y en cada clase se escuchaba su vocecita ronca y fuerte, solía convencer a sus compañeros de cualquier cosa, estaba entre la línea de un buen cuentero y un niño inteligente que sabía sin querer, persuadir a los demás.
En las tardes llegaba a su casa y se sentaba cerca de la ventana, le gustaba el paisaje que veía, vivir en las faldas de grandes montañas verdes, le despertaba un gran deseo por describir los colores que observaba y la mezcla de formas se convirtió en una obsesión para esa pequeña cabecita que empezaba a pensar, siempre realizaba este ritual antes de ir a comer el
almuerzo que la mayoría de veces Doña Luz dejaba preparado y cuando no, un buen arroz con huevo y salsa de tomate servía, hacía deberes, jugaba, de todo un poco mientras pasaba las horas esperando la llegada de su madre.
Sus ojos saltones y negros como el futuro que su madre veía para él en Chiquito Sur se abrían con emoción cuando veía acercarse a Lucecita como él le decía, corría para abrazarla y se contaban con amor lo que habían hecho en el día, se amaban, pero el amor suele equivocarse… el amor puede cegar a la gente.
Pasaban los años, Manuelito se convertía poco a poco en un niño alto, simpático y admirado en su colegio, Doña Luz en cambio, parecía encogerse cada día, su genio cambiaba pero no su amor por Manuelito, tenía ya un fondo importante de dólares, el objeto más cercano a Grande Norte; el destino del futuro de su hijo, para entonces, él aún no sabía que su vida ya estaba pensada y arreglada fuera de las faldas de las montañas que con él conversaban.
Un día Doña Luz esperó a Manuelito en casa y le pidió tiempo para conversar, con 19 años de edad era lo suficientemente grande como para entender que pronto ya no pertenecería a los verdes de su país porque debía volar para vivir bien según las aspiraciones de su madre.
Doña Luz: Mijito, tú sabes que yo te amo mucho y he trabajado todos estos años para que no te falte nada, no quiero que pases por lo mismo que he pasado yo en este país, es muy duro y cuando eres viejo ya no existes hijo, por eso tomé la decisión hace tiempo que harás un viaje largo hacia Grande Norte, por allá las cosas se mejoran para todos y no tendrás problemas de dinero, podrás estudiar y tener lo que quieras, aquí no hay nada, ninguna oportunidad para ti.
Manuelito la miraba con esos ojos negros desilusionados, nunca pensó que pasaría por una situación como esa, no reconocía a su madre.
Manuelito: Pero mamá yo no quiero irme de aquí, yo voy a trabajar mucho aquí y no nos faltará nada, lo prometo.
Doña Luz: La decisión está tomada hijito, el Señor de la empresa de plásticos nos ayudará con las cosas esas de la visa y los papeles, tiene conocidos ahí y pronto viajarás, sé que será muy duro pero después sabrás reconocer este esfuerzo de tu madre.

Manuel no dijo nada más y triste esperó el día en que tendría que partir, se despidió de amigos, de los verdes de las montañas, y de los lugares que no alcanzó a conocer de ese pedazo de tierra en el que su madre no creía.
Manuelito: Adiós mamá, sólo me voy porque me lo pediste pero en cuanto pueda volveré y no me iré jamás, tenía 20 años y se fue a conocer un país enorme, bello y cuna de un fatal destino para el niño de los ojos saltones.
Llegó a Grande Norte y estableció con dificultades su vivienda humilde en la periferia de algún estado unido, le ayudó mucho el dinero que su madre había ahorrado por más de 20 años y no tardó mucho tiempo en hacer notar su hábil talento oratorio, destacó en la escuela poco tiempo después, y así tejió un futuro envidiable pero que no llenaba ningún aspecto de su desterrada vida.
Logró consolidar una empresa importante de importaciones con la cual tuvo éxito gracias a la forma en como convencía a clientes y empresarios, se asoció con otras personas y así pasaron los siguientes diez años, un hombre de ojos saltones y tristes con 30 años encima llegaba a un departamento modesto en un barrio tranquilo, para mirar las pálidas ventanas del pálido paisaje y sin esperarlo era invadido por la nostalgia de aquellos verdes.
Su madre, no podía con más alegría, cada mes le llegaba “dinerito” como ella decía y frente al mundo, su único tema de conversación era el éxito de su hijo.
Tenía tanta felicidad que sólo en pocas ocasiones le quedaba tiempo para extrañarlo, para extrañar los momentos juntos en medio de lugares enriquecidos por el amor, las montañas, las calles, iglesias, los sentimientos no son los mismos si no contienen pizcas intermitentes del amor que le inyectan todos a un país, Doña Luz, probablemente nunca lo pensó.
De tanto en tanto Manuel (ito) tenía tiempo para escribir alguna tontería en hojas perdidas, su vida carecía de colores excepto el verde del dinero que hábilmente pudo ganar en su estadía por el norte, durante ese tiempo no tuvo ningún encuentro afectivo que valiera la pena recordar, todos fueron momentos efímeros que no se calaban en la mente y dan calorcito al cuerpo sólo de recordar, ausencias.
Un día de marzo, Manuel decidió volver a Ecuador y sólo debía reunir el dinero necesario para, como cualquier otro migrante, aunque con más éxito,
consolidar un negocio importante en su país, empezó a cerrar los capítulos norteños de su vida, empezó a morir aunque no lo sabía.
Al cabo de un tiempo comenzó a sentir molestia en su cuerpo, los dolores eran cada vez más recurrentes, lo que impidió su pronto regreso a Ecuador, su madre, le dijo que no se preocupara, que siguiera trabajando hasta que regresara y en resumen esa fue la sentencia del final que le esperaba.
Lunes 8 am, empleados y compañeros de trabajo perciben la ausencia del hombre más puntual que conocieron jamás, ese era un motivo de preocupación así que dos de ellos decidieron buscarlo en su casa.
Nadie atendió la puerta, sólo se sentía un profundo silencio.La tarde anterior, Manuel pasó por los resultados de varios exámenes a los que se sometió por aquellos dolores, una fuerte pulmonía invadió su cuerpo, silencio, nadie más lo sabría en mucho tiempo, llegó a casa y decidió morir, no daré detalles, después de todo mi padre no habría querido que lo recuerde así.
Yo fui uno de los círculos que papá intentó cerrar antes de regresar a Ecuador, soy el resultado de un encuentro intrascendente de mi padre y mi madre, jamás supo de mi existencia hasta que la muerte nos unió. Mi madre se enteró de la noticia y decidió contarme sobre Manuel.
Conocí así a Doña Luz, mi abuela, quien poco tiempo después me contó la historia de cómo según ella, mató a mi padre.
Decidí entonces viajar con mi padre muerto y guardado en una caja a Chiquito Sur, su primera muerte fue fría, oscura, solitaria en medio del cemento de Miami, a nuestra llegada nos recibió un Quito incomprensible, una ciudad que lloraba a sus muertos de manera distinta, y ahí mi padre murió por segunda vez, convertido en polvo que se confundiría después entre las montañas verdes que antes fueron su paisaje.
Hoy cuento la historia del hombre desterrado, del hombre que tuvo que irse sin querer, que se fue y jamás regresó porque seguimos pensando que el desarrollo y las oportunidades sólo están en las ciudades grandes, olvidamos los pedacitos de tierra que nos llenan de alegría y nos invitan a luchar, olvidamos a los que dejamos y que ya no esperan nuestro regreso.
Desde entonces vivo con una triste viejecita que perdió la luz, desde entonces me asomo por la ventana del cuarto de mi padre para verlo confundirse entre las montañas.